La desconocida sexualidad femenina
Para una inmensa cantidad de varones un misterio envuelve la sexualidad femenina, pero lo que es más grave es observar lo poco que saben algunas mujeres sobre su propia sexualidad.
Desde el mismo instante biológico del nacimiento, el sexo del varón quedará a la vista para siempre, en cambio, el sexo de la mujer permanecerá escondido y en silencio, no sólo para los demás, sino hasta para ella misma.
Así, el niño sólo se tiene que mirar para observar su sexo culturalmente explícito mientras que las niñas se tienen que explorar profundamente, a escondidas, para descubrirlo curioseando “indebidamente” su intimidad.
De manera que, para la mujer, indagar en su propia intimidad no es tarea fácil y menos en culturas sexofóbicas. La complejidad de dicha exploración hace que la historia de muchas mujeres se convierta en un cúmulo de sentimientos encontrados, suma de temores, dudas, vergüenzas, pudores que condicionaran su conducta sexual consecutiva.
Para los varones, la exhibición explícita de sus genitales conlleva también grandes dificultades y suele ser la fuente de tremendas angustias al tener que lucirlos y compararlos en tamaños y formas con sus pares, sobre todo en la adolescencia. Por eso el varón jamás podrá ocultar lo que está sintiendo ni lo que le está ocurriendo con su sexo. Por lo tanto, ni sus genitales ni sus orgasmos podrán pasar desapercibidos.
La mujer, en cambio, con su sexo inescrutable, ni sus genitales ni sus placeres serán ostensibles. Mientras el varón se siente exigido por la evidencia de su sexualidad, la mujer se ve atrapada por el secreto que encierra su propio cuerpo.
La actividad y el placer en el varón se circunscribe en un gran porcentaje a los genitales (pene) y como es habitual en los seres humanos atribuir igualdades más que diferencias, se imaginó que la oculta sexualidad femenina como esencia era similar a la masculina. Por lo tanto, en la utilización de los genitales (en este caso la vagina) es decir, se cometió el error de asimilar las necesidades femeninas a las masculinas.
Siguiendo el modelo masculino, la vagina era considerada como la contraparte del pene, aquel espacio que éste requiere para cumplir con la penetración y satisfacer su placer sexual.
Como el goce femenino no es necesario para la reproducción, no ha despertado culturalmente mayores atenciones, ya que no existe una poderosa razón social para descubrir sus misterios. Es más, para algunas sociedades, el placer de la mujer ha sido visto como una tentación al adulterio y por ende, como un peligro para la integridad familiar, la propiedad y la herencia. Así observamos en el siglo XXI, que pueblos africanos de Indonesia y Malasia aún practican la ablación del clítoris.
Aunque cueste aceptarlo, la sexualidad femenina se sigue rigiendo por el modelo masculino, hecho que ha determinado que muchas mujeres se sienten culpables y defectuosas al no poder lograr el rendimiento esperado de acuerdo a dicho modelo.
También se observa que no existe un lenguaje apropiado para hablar de la sexualidad femenina. Inevitablemente hay que optar entre el lenguaje científico y el lenguaje soez. La visibilidad de los genitales masculinos ha llevado a la sociedad a inventar un lenguaje cariñoso. Es usual referirse coloquialmente al pene como el “pirulín”, “pitito”, etcétera y una interminable lista de apelativos que dan cuenta de su potencia.
Los varones tienen claro lo que se espera de ellos: virilidad, es decir, una vida sexual activa, una erección impecable y un pene grande (aunque sea innecesario). Mientras tanto, la vagina permanece en el más absoluto anonimato o se la nombra con nombres genéricos, en un paquete general pelviano y nebuloso que refuerzan la confusión.
El sexo femenino no sólo no se ve, tampoco se nombra y lo que no se nombra no existe. No sólo faltan palabras para nombrar los genitales femeninos sino, lo que es aún más grave, faltan palabras para expresar el sentir y las emociones en torno al placer sexual.
Durante siglos sólo tenía importancia saber como funcionaba la sexualidad masculina, la de la mujer estaba satanizada, era sinónimo de pecado, prostitución o brujería.
Freud, que revolucionó el siglo XX, estableció la trascendencia de la sexualidad en el psiquismo humano, pero no pudo escapar a las teorías de su época y sostuvo que las mujeres “sexualmente inmaduras” necesitaban estimulación clitorídea, mientras que aquellas que alcanzaban una madurez sexual tenían orgasmo vaginal. Ante el temor a la descalificación, las mujeres acataron esas teorías y consintieron en perpetuar el esquema masculino.
La eclosión feminista de la década del 60 sostuvo que los rótulos de mujeres inmaduras y defectuosas con referencia a su placer sexual era absolutamente desmedida y proclamaron la igualdad de los sexos sosteniendo que ni la biología ni la psicología definen el destino de la mujer.
El informe Kinsey (1953) y más tarde el informe Hite (1976) marcaron todo un hito ya que empezaron a explorar en lo que las mujeres pensaban y anhelaban.
Williams Masters, recientemente fallecido, y Virginia Johnson con sus famosos estudios de laboratorio, en la década del sesenta, derribaron el mito de la distinción entre orgasmo vaginal y orgasmo clitorideano. Describieron el ciclo de la respuesta sexual humana (la clásica tetrada: excitación, meseta, orgasmo y resolución) como un conjunto de actividades que conforman la relación coital y que están destinadas a preparar el cuerpo para la penetración pene-vagina siguiendo el modelo masculino, por lo que adquirieron un carácter normativo y estricto.
En la década del setenta Helen Singer Kaplan, también fallecida hace pocos años, si bien psicodinamizó la conductista respuesta sexual de Masters y Johnson planteando su famosa tríada: deseo-excitación-orgasmo, no alcanzó para salir del esquema referencial masculino.
De manera tal, que las diferencias innegables entre varones y mujeres tuvieron que entenderse y ajustarse a dicho modelo masculino, y cualquier salida fuera de este marco comenzó a ser analizada como un trastorno en una de las fases descriptas.
Gracias a este esquema, los sexólogos en las últimas décadas del siglo XX diagnosticamos con precisión donde radicaba el trastorno y luego así prescribir el tratamiento adecuado. La evolución de las terapias sexuales y la evaluación de los resultados demostró que estos criterios de adecuación siguiendo las pautas de la sexualidad masculina podían fracasar al considerar sólo tangencialmente las características femeninas.
Así, las terapias sexuales se centraron básicamente en el logro del coito con orgasmo y miles de mujeres que consultaron a un especialista en la búsqueda del placer sexual fracasaban (y se sentían humilladas) al no alcanzar el comportamiento sexual esperado.
La nueva “cultura” sexual fue trasmitiendo estos “nuevos” conocimientos como verdades científicas, pero siguiendo el sesgo masculino, que sin dudas arrojaron luz sobre la psicofisiología de la actividad coital.
El varón debe despertar el erotismo femenino, si este fenómeno no se produce, aunque ambos han participado del juego, se concluye que ella falla, la responsabilidad masculina rara vez se reconoce, si él tiene erección. La falla masculina es sólo alegada cuando falta la erección o ésta es deficiente.
En este contexto, las mujeres suelen encontrarse en un callejón sin salida entre las múltiples creencias y una sexualidad que finalmente no saben como cumplir satisfactoriamente dentro del criterio coital esperado.
Por ejemplo, si no pueden seguir la velocidad eyaculatoria del varón y no alcanzan el orgasmo vaginal esperado por mayor lentitud en la respuesta, surge rápidamente la idea de anormalidad, de que algo anda mal ya que la presencia indispensable del pene es suficiente para detonar su orgasmo femenino.
De manera tal que, las mujeres pasaron de la obligación histórica de reprimir su sexualidad a una nueva exigencia: sentirlo todo de acuerdo a un modelo psicofisiológico masculino que la socialización de esta nueva cultura considera “lo natural”, aunque le resulte ajeno y le cueste insertarse.
Por otra parte, a pesar de la evolución de los tiempos, todavía en muchas culturas se sigue manteniendo la división que conlleva un mensaje muy poderoso y de una tremenda contradicción entre el amor (lo bueno) y el placer (lo malo), por el cual el amar y formar una familia pareciera incompatible con la satisfacción del deseo sexual, adquiriendo así, la sexualidad femenina una connotación negativa.
Vivimos en una sociedad donde aún impera subliminalmente (en la práctica es cada vez menor la creencia sobre todo en las generaciones de jóvenes) la dicotomía entre mujeres “respetables” para el casamiento y aquellas “lujuriosas” con las cuales los varones las pasan bien pero que abandonan para constituir una familia con las respetables.
Podría pensarse entonces que a la mujer le basta con reprimir la sexualidad para lograr ser amada. Nada de eso, el asunto se complica cuando una vez en pareja estable, la mujer debe desarrollar una sexualidad capaz de atraer y satisfacer a su compañero, caso contrario será rotulada con la temida categoría de “frígida”.
¿Dónde está la medida de la sexualidad femenina adecuada? A los varones se les exige siempre una sexualidad pródiga; a las mujeres, en cambio, recato en un tiempo y pasión en otro.
Cuando la mujer no logra el placer que el varón está obligado a brindarle, empieza a sentir amenazada su autoestima y puede correr el riesgo de perder el ser amado por ende aparece la tercera posición cultural: la simulación del placer. El placer propio va quedando relegado en forma trágica a un segundo plano.
Si bien es común leer en las revistas y libros que la comunicación en la pareja es lo primordial, el problema sigue siendo el ¿cómo? Esta incapacidad de hablar de la sexualidad, incluso con quien se tiene actividad sexual, es el resultado de la práctica de silencio que se fue gestando desde la infancia.
Ni los científicos, ni el movimiento feminista han logrado que se hable de la sexualidad con naturalidad. Expresar los deseos propios, lo que a uno le gusta, lo que considera sensual y afrodisíaco y, al mismo tiempo, cuáles son aquellas conductas que inhiben, implica asumir el riesgo no sólo de incomprensión sino, lo que es más grave, de sufrir la agresión de quien se siente criticado en un terreno tan íntimo.
Las mujeres prefieren callar antes que correr el riesgo de herir o afectar la seguridad personal del otro y sólo lo hacen cuando la frustración e insatisfacción desbordan el silencio y el desgaste de la pareja es casi siempre irreversible.
Como se ve, no es sencillo hablar de la sexualidad, requiere diplomacia y astucia para proponer alternativas y no sólo criticar. Exige mucho tacto y, sobre todo, gran habilidad para remontar siglos de mutismo y misterio.
Enfrentada ante la alternativa de la insatisfacción sexual silenciosa o el temor de herir a su compañero con sus reclamos, la mujer empieza a buscar triquiñuelas para evitar la actividad sexual, a veces, bajo la forma de ocupaciones impostergables o molestias físicas difusas convirtiendo el “no quiero” en un “no puedo”.
Ante el manifiesto conflicto de pareja se buceará en libros, consejos de terceros cuando no se recurrirá a las terapias sexuales y rápidamente se hará diagnóstico de falta de deseo, excitación inhibida, anorgasmia, etcétera, con lo cual vendrán diversos ejercicios de acuerdo a la fase que se quiere mejorar, es decir una serie de recomendaciones bastantes técnicas para acomodar la maquinaria física.
La psiquis, las emociones y la relación de pareja obviamente se incluyen en la terapia, pero básicamente como contexto. Y aún cuando sean consideradas en mayor profundidad, el objetivo terapéutico sigue siendo el ajustarse al modelo establecido: responder a las caricias con suficiente excitación para llegar al orgasmo.
En la práctica, los ejercicios sexuales y las técnicas de excitación y coito que exige la terapia sólo serán exitosas dentro de una excelente relación de pareja, lo que difícilmente será el caso en estas circunstancias. La relación suele estar bastante deteriorada y esa actividad sexual deficiente puede ser precisamente la causa o la consecuencia de ese deterioro.
Frente a una terapia sexual que no da los resultados esperados, las mujeres enfrentan normalmente dos caminos: aceptar la humillación de un trauma psicológico sin solución o simplemente guardar silencio sobre lo que realmente sienten compartidos por un sinnúmero de ellas.
El clamor femenino poco o nada tiene que ver con la tetrada de Masters y Johnson o la tríada de Singer Kaplan. Sus angustias están mucho más centradas en lo que ocurre fuera de la cama, especialmente en el antes y después del coito.
Las afirmaciones más comunes de las mujeres no están en los libros de sexología ni en la consulta de los expertos.
Una mujer puede ser un acúmulo de quejas y frustraciones pero, si se excita con cierta facilidad y llega al orgasmo en un tiempo relativamente parecido al de su pareja, no tiene cabida en la terapia sexual. ¡Es absolutamente normal! Y este título puede llegar a ser tan lapidario, tan pesado, como el de anormalidad. Es decir, placer y orgasmo no son necesariamente sinónimos.
El orgasmo no es la meta obligada de la relación sexual femenina. Para las mujeres las caricias y el afecto son tan importantes como el orgasmo. Una mujer puede experimentar un tremendo desagrado después de haber llegado al orgasmo después de un coito rápido apurado y mecánico. El experto dirá si hay excitación y orgasmo todo es normal.
Las quejas femeninas son pueriles y triviales. Para ser oídas por “los que saben” hay que tener realmente una disfunción de acuerdo al modelo de sexualidad establecido. De acuerdo a estos cánones, una sexualidad femenina “normal” tiene como meta el orgasmo mediante el coito u otra forma de estimulación genital directa.
No se trata, por cierto, de restarle relevancia al coito y al orgasmo, que han estado presentes en la terapia sexual tradicional, sino observar que los demás aspectos que conforman la relación han sido tan soslayados que fueron adquiriendo cada vez mayor importancia.
Las luchas feministas por equipar la sexualidad del varón y la de la mujer conspiraron contra la mujer, ya que el evitar mostrar la alteridad sexual por calificarla como discriminatoria restaron la suficiente atención en el aspecto esencial de la sexualidad humana: las emociones.
Si bien las emociones están efectivamente marcadas por la cultura, su existencia y su trascendencia no pueden limitarse exclusivamente a ese terreno. Al hacerlo, se dejó fuera toda la riqueza de las emociones, sobre todo las femeninas con respecto a su sexualidad.
Se debería definir con mayor precisión si las dificultades que presentan algunas mujeres tienen o no relación con la técnica, si se trata de caricias más o menos bruscas, si los cariños están dirigidos al lugar equivocado, si se trata de un asunto de tiempo, o si sus problemas están ligados con aquello que ocurre fuera de la cama.
Muchos años de trabajo terapéutico y de conversaciones con mujeres nos han demostrado que, por lo general, la satisfacción sexual está más vinculada a factores emocionales que a un rendimiento perfecto del ciclo de la respuesta sexual.
Como dijimos, orgasmo y placer no son sinónimos. Resulta revelador constatar que el placer femenino es el gran ausente en la educación sexual.
El placer incluye obviamente el orgasmo, pero va más allá . La buena sexualidad involucra todo el cuerpo y toda la sensibilidad de dos seres humanos capaces de respetar la individualidad y variedad en le goce de cada persona.